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Pistas y despistes en la lucha contra el crimen
Panamá es un paso obligado de la droga suramericana que se vende en Estados Unidos. Se trata de una operación de muchos millones de dolares que utiliza nuestra población, la atropella y la abusa, mientras recorre la ruta que lleva los estupefacientes de un lado a otro del continente.
Las organizaciones del crimen que administran el sistema de contactos y transporte no son identificables a simple vista, buscan diariamente violar la ley con impunidad, corromper a nuestras autoridades, y tornar sicarios a ciertos jóvenes y adolescentes a los que la pobreza ha empujado a la marginalidad social. La red del crimen organizado se constituye así en una amenaza invisible pero permanente para todo ciudadano que por azar del destino se cruce en su camino.
Es en este marco de conceptos que debemos entender espantosos hechos, como el de la semana pasada, en el que bandos del narcotráfico se enfrentan y ajustan cuentas en la vía pública al alcance de los ojos de todos, utilizando a menores de edad para halar del gatillo. No se puede pues ignorar que el problema de fondo, aunque no se vea todos los días, en realidad, está ahí todos los días. ¿De qué depende que la ciudad no se convierta en escenario habitual de las bandas del crimen organizado? ¿De la policía? ¿Del gobierno? ¿De la justicia? ¿De la ley?
Uno pensaría que todos los esfuerzos de los aparatos de seguridad del Estado tienen que estar volcados a detener y desmantelar esta poderosa maquinaria de violencia y actividad criminal. Uno pensaría que las autoridades están empeñadas en enviar un mensaje muy claro a una sociedad estupefacta, desconcertada, ansiosa por entender, y deseosa de sentir que “sus representantes”, es decir, el gobierno, están actuando eficazmente contra un mal que indiscutiblemente amenaza a todos.
Uno pensaría que lo delicado del tema obliga a que los altos funcionarios de Estado y los políticos se comportasen con la máxima seriedad y responsabilidad. Esta no puede ser ocasión para que alguien quiera anotarse unos puntos fáciles de supuesta popularidad ante la opinión pública con declaraciones irresponsables.
No puede ser que ahora los adversarios del actual partido gobernante intenten demostrar que la persecución y represión del crimen organizado son un problema que el actual partido gobernante no sabe cómo resolver –como si los demás supieran. No puede ser que el gobierno crea que la reforma de unos artículos del Código Penal será la solución mágica ante un problema de semejantes dimensiones. No puede ser que todavía haya gente –sobre todo los llamados “formadores de opinión”- que piense que todo esto se podría evitar si incrementamos las penas a los menores de edad a 10, 15 o 20 años.
El crimen organizado tiene la capacidad de corromper no a 50, sino a 500 y más de nuestros adolescentes, para no hablar de los adultos. Paga lo que le cueste y se ríe. En un país con 40% de pobreza, alto desempleo juvenil, avanzado deterioro familiar, carente de estructuras comunitarias de solidaridad y cuidado, excesivas dosis de violencia en nuestra cultura, frivolidad, consumismo y desesperanza en los valores, no será difícil encontrar a varios centenares de individuos a los que ofrecer una compensación económica por la ejecución de un delito.
El Estado puede tomar el camino de querer resolver este problema mediante el aumento de la privación de la libertad de los adolescentes. Si logra encerrar 100 en un año, vendrán otros cien más al año siguiente. Si encierra bajo llave y candado a 200, el crimen organizado contratará a otros nuevos doscientos para que operen bajo sus instrucciones. ¿Qué habrá solucionado entonces? Lo que la droga no pagará es lo que cuesta mantener a los adolescentes en prisión, ni sus programas de resocialización. Eso tendrán que pagarlo el Estado y los contribuyentes.
Supongamos que el Estado panameño tiene la capacidad real de recuperar para la sociedad a 50 adolescentes que han cometido delitos graves. ¿Qué ocurre cuando entran 100 ó 200 nuevos internos? ¿Tienen las instituciones capacidad real –presupuesto, instalaciones y recursos humanos- para administrar la privación de libertad de tantos adolescentes? ¿Qué ocurre cuando se rebasa excesivamente la cantidad de individuos que puede albergar un centro de internamiento? ¿No será que en estos casos el lugar de la prisión se convierte a su vez en un “centro” de generación prácticas delictivas? Podemos seguir encerrando gente y la droga siempre encontrará la miseria que puede comprar para sus propósitos. ¿Se combate al crimen organizado con el aumento de la prisión a los adolescentes que halan el gatillo?
¿Qué hacer frente a este mal? Los moralistas de siempre dicen: “Hay que enseñarles valores morales a los niños en el hogar y en las escuelas para que no se dejen corromper.” Sí, eso está muy bien, pero hay hogares hechos pedazos por el vicio y la pobreza, y escuelas que tienen una relación muy débil con su alumnado como para poder ejercer una acción preventiva sobre aquellos que merodean las fronteras del crimen. Es un dato duro de la realidad: en nuestra sociedad habrá adolescentes que cometan delitos.
Las leyes especiales de responsabilidad penal de los adolescentes son una necesidad de la seguridad ciudadana y Panamá tiene la suya desde 1999, implementada paulatinamente, y con ciertas limitaciones, en los años subsiguientes. Por el delito de homicidio, la ley ordena retirar de la circulación al adolescente por un lapso hasta de 7 años. No me parece que sea poco. Esto se estableció en el 2003 cuando la pena máxima se aumentó de 5 a 7 años.
No han pasado 7 años desde entonces, de modo que no podemos saber cuál es el impacto de dicho aumento en la cantidad real de adolescentes que han expiado dicha pena y como ha afectado el periodo postsancionatorio. Sobre el impacto de la norma en la cantidad de adolescentes que han delinquido desde entonces, cabe preguntarse también. No conozco esfuerzo de las autoridades que trate de dar respuesta a esa interrogante, pero yo me atrevo a aventurar una hipótesis: ninguno.
La interrogante de la gestión de gobierno debe estar dirigida a establecer en qué condiciones saldrá ese chico al cabo de 7 años de prisión. ¿Con posiblidades de reinsertarse en un familia y en su comunidad de una manera postiva, o de vuelta a engrosar las filas del crimen? Las leyes penales atienden el problema de la criminalidad en la adolescencia cuando ya es muy tarde.
Fuera de las políticas de prevención, no hay alternativa. ¿O es queremos una ley que condene y encierre anticipadamente a los hijos de hogares desintegrados y a los alumnos de escuelas que no tienen capacidad de retención de sus estudiantes?
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El Panamá América, Martes 21 de marzo de 2006