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Introducción a la segunda parte


Los hechos de violencia y criminalidad reciben, desde hace algún tiempo, una inusualmente amplia cobertura en los noticieros de radio y televisión. La espectacularidad, que muchas veces los acompaña, hace que compitan con ventaja sobre otros temas, que podrían ser de mayor trascendencia para el bienestar general y la prosperidad de la nación, pero que definitivamente carecen de un atractivo que “enganche” la atención de las masas, ahora convertidas en audiencia que sirve para la medición de los “ratings”.

Cuando los protagonistas del crimen son menores de edad, las noticias nos traen algo más que informaciones. Pronto se convierten en detonadores de una sensación de alarma social y escándalo moral. Del despacho noticioso sobre los hechos se pasa rápidamente al registro de las opiniones con un tono de severidad. Curiosamente, los puñales de la crítica mediática se lanzan contra las leyes “blandas” que "permiten" semejantes horrores. Una ley "blanda" es aquella que da "derechos" sin que estos sean necesarios o convenientes, parece ser el concepto detrás de esta línea editorial.

En consecuencia, una buena parte de la población cree que los chicos se abstendrían de cometer delitos si se modificaran las leyes penales, pues se piensa que éstas les son favorables y los incentivan a cometer toda clase de ilícitos. A diferencia de lo que ocurre con el "mentholatum chino", aquí sí tiene mucha importancia lo que la gente crea que es un remedio, aunque no tenga poderes curativos reales, pues las leyes las hacen autoridades políticas de quienes se espera que respalden el "sentir popular".

Como es relativamente fácil trocar los temas de violencia y criminalidad en preocupaciones individuales sobre la seguridad personal, las leyes penales corren el riesgo de ser sometidas a la crítica desde los temores subjetivos con el que muchas personas pueden identificarse, luego de ser alimentadas por noticias alarmantes sobre crímenes violentos y opiniones moralizantes acerca de lo "permisivas" que son nuestras leyes.

Este tipo de reformas penales se denominan comúnmente en Centroamérica "Mano dura". En España, con ocasión de la reforma del proceso penal de menores que se efectuó en diciembre de 2006, Dolz Lago, un fiscal de menores y autor de un comentario a la ley de ese país, calificó la ideología que motivó los cambios introducidos como populismo penal.

Quizás la frase sea muy elegante y considerada. Quizás sea más justo denominarle la “solución de Barrabás”, frase que no sólo se refiere a la conocida historia del Nuevo Testamento, sino que trae a colación las limitaciones del positivsmo kelseniano anterior a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.

Pues también Kelsen, en un opúsculo publicado en 1933 con el título “Forma de Estado y filosofía”, se adhirió a una posición que confunde las decisiones de la democracia con las de la justicia. Si bien la premisa de que la democracia supone el relativismo político -yo agregaría "en cierto grado"- es atendible, Kelsen valora una supuesta conducta democrática de Pilatos al dejar éste que el "pueblo" sea el que decida a quien debe beneficiar el indulto que en esa fecha era costumbre otogar.

El error de Kelsen consiste en que las cuestiones de justicia no pueden zanjarse adecuadamente recurriendo a métodos plebiscitarios. La justicia, como aplicación de la ley, desaparecería para dejar su lugar a dos extremos peligrosos: o el linchamiento, o la impunidad. Y me parece que es de un valor estratégico insoslayable el no confundir al "pueblo" con la turbamulta exacerbada, que no es más que una muestra de manipulación desde el poder.

La pentración del crimen organizado en los barrios, más el deterioro social y la pérdida del tejido familiar y comunitario, más la amplificación-distorsión mediática, más una democracia débil en sus convicciones sobre el valor de los derechos: solo así, mediante esta poderosa fórmula, puede explicarse, según muestra la historia reciente, que ante los episodios de la delincuencia urbana la respuesta de gobiernos distintos, de distinta orientación ideológica, sea la misma: la de "endurecer las leyes contra los menores de edad".

De la misma forma como en la primera serie comentamos sobre las reformas a la Ley 40 durante el gobierno panameñista de Mireya Moscoso, en esta segunda parte la mirada va dirigida a los debates y modificaciones introducidas a la Ley 40 durante la administración de Torrijos.

Un asesinato por contrato a plena luz del día en un lugar público, una balacera que accidentalmente ciega la vida de un infante, y un fuego desatado como represalia por pandilleros en un barrio pobre, en el que solo murieron niños pobres, son algunos de los hechos cotidianos que sirven como telón de fondo a las reflexiones que aquí se plasman.

Los 10 artículos que a continuación se presentan fueron escritos sin un plan previo. Con excepción del último, que es un trabajo inédito, todos aparecieron en el diario El Panamá América en mi columna semanal. Aquí se ordenan según fueron escritos y publicados. Desde una perspectiva que no reclama privilegios especiales, buscan entablar un diálogo sobre algunas de las preocupaciones que se fueron dando a lo largo del 2006 y 2007 en torno a la justicia penal de adolescentes.

Luego de señalar lo que tienen en común los procesos de reforma de la Ley 40, me parece justo registrar lo que tienen de diferente, comparadas ambas coyunturas. Recordemos que durante el periodo 2002-2003, en el que se gestó la reforma que concluiría con la Ley 46 del 2003, las autoridades del Ministerio de Gobierno y Justicia y de la Policía Nacional fueron enfáticas en señalar que el aumento de la criminalidad se debía a la creciente delincuencia entre los adolescentes. No obstante, las estadísticas oficiales mostraban lo contrario: alrededor de un 11% de todos los reportes policiales de delitos denunciados o investigados implicaban a algún menor de edad.

Con el ascenso de Martín Torrijos al solio presidencial, y el correspondiente cambio en las autoridades de seguridad y policía, desapareció el intento de sustentar una reforma de la Ley 40 a partir del argumento de que los adolescentes constituían el principal problema de seguridad del país. Pero pronto un nuevo discurso tomo su lugar: se decía ahora que la Ley 40 dificultaba el trabajo de la Policía en su lucha contra la delincuencia.

El (nuevo) jefe de la Policía Nacional asumió directamente la crítica de las instituciones de garantía establecidas en la Ley 40 y mantuvo una constante campaña mediática mediante la cual buscó, de forma más o menos abierta, desacreditar las decisiones de jueces y fiscales cuando estas no ordenaban la prisión para los adolescentes señalados por agentes policiales.

El límite inferior de la responsabilidad penal, fijado por la Ley 40 en 14 años de edad, también fue objeto de ataques por el Jefe de los uniformados. Todo lo que opusiera a la privación de libertad en forma inmediata estaba en medio del camino de la Policía. La necesidad de remover de las calles a los “menores en riesgo social” fue incluso punto de conflicto con las autoridades del Ministerio de Desarrollo Social.

Una cultura de Estado de derecho más sólida que la actualmente existente en nuestro país habría cuestionado duramente la intromisión pública del Jefe de la Policía en la conducción de las investigaciones penales. Acá, por el contrario, se produjo una especie de consenso que tenía por figuras estelares a comentaristas de la actualidad noticiosa y a políticos. Según un parecer dominante, el Estado de derecho era una ficción incómoda en la lucha contra el crimen, lucha en la cual el Jefe de la Policía era la cabeza visible del bando que “lógicamente” había que apoyar.

¿Había otras opciones? ¿Qué podía hacer la sociedad ante el elocuente fracaso de las estrategias de prevención del crimen? Sugiero algunas: podría recusar el protagonismo inútil de la Fuerza Pública, o cuestionar la actuación torpe de sus agentes; podría denunciar la corrupción dentro de la Policía Técnica Judicial, y criticar su ineficacia. En vez de eso, se optó finalmente por una solución de bajo costo en inversión pública y alto rendimiento en adhesión social y mediática: reformar la Ley 40.

Así, la necesidad de legitimar el protagonismo policial en la lucha contra la delincuencia callejera reprogramó un ataque público sobre las garantías penales y procesales de los adolescentes, mucho más allá de lo que lo había hecho el desmesurado intento por aumentar las penas hasta 20 años de prisión al que se había circunscrito el gobierno de Moscoso en sus estertores finales.

Al margen del discurso político oficial, el Jefe de la Policía Nacional de Torrijos impuso una visión negativa de la Ley 40. Para la opinión pública dominante, esa que se transmite por ondas y cables y se cuantifica mediante encuestas de internet, la Ley 40 creaba un malestar. Era una ley "mala" porque obligaba a soltar a los chicos por falta de pruebas, y porque los plazos cortos señalados en su procedimiento no permitían hacer una investigación a fondo de los hechos delictivos.

Así, los sectores que impulsaron la reforma en el periodo 2006-2007 consideraron que los adolescentes tenían un “exceso” de derechos y garantías que dificultaba la marcha usual del trabajo preventivo de las operaciones policiales y de las pesquisas criminales, lo que menoscababa la seguridad ciudadana. Esta opinión sólo se explica por el atraso de la reforma procesal penal en nuestro medio.

La Ley 40 fue en efecto un paso hacia adelante respecto del viejo proceso penal inquisitivo, anticuado, pero vigente aún en la jurisdicción penal ordinaria. Sin embargo, tras la publicación de varios anteproyectos de Código Procesal Penal, en 1997, 2005 y 2006, quedó evidenciado que la Ley 40 partió primero en la dirección correcta, pero ha quedado un poco expuesta y mal comprendida debida a los bajos estándares de garantía que protejen a los ciudadanos en el proceso penal común. Los avances en los consensos políticos e institucionales que la reforma procesal penal requiere han ido madurando lentamente en los últimos meses del año 2007 y resta ver si se aprobará el nuevo código en la legislatura de marzo a junio del 2008, como se ha planteado por los miembros de la Comisión de Gobierno de la Asamblea Legislativa.

En cualquier caso, como explico en uno de los artículos que abajo se presentan, es seguro que el nuevo proceso penal reforzará las instituciones que introdujo la Ley 40 en el derecho panameño. Incluso, una vez concluida la reforma procesal penal cabe promover una modificación de ciertos aspectos de la Ley 40 para hacer el proceso penal de adolescentes cónsono con el nuevo proceso de tipo acusatorio que se planea introducir en la jurisdicción penal ordinaria. Una reforma así entendida sería beneficiosa para las garantías procesales de los adolescentes.

En el mismo artículo escrito en el 2006, es decir meses antes de que se promulgaran las Leyes 14 y 15 del 2007, (la primera contiene el nuevo Código Penal y la segunda la reforma de la Ley 40 impulsada por el gobierno de Torrijos), llamé la atención sobre el hecho de que el Anteproyecto de Código Penal, que se discutía en esos momentos en la Asamblea, planteaba introducir una serie nueva de reglas e institutos que permitirían sustituir las penas cortas de prisión por sanciones no privativas de libertad, mientras que las propuestas en torno a la reforma de la Ley 40 iban exactamente en dirección contraria. La advertencia tuvo escaso efecto.

En el trabajo inédito que cierra la serie reconozco que el mensaje de la Ley 15 del 2007 no consiste en centralizar su ataque sobre la delincuencia juvenil, sino sobre el crimen organizado. La reforma de la justicia penal de adolescentes se concibió como una parte de un endurecimiento general en la lucha contra el crimen. Esta es la diferencia más significativa, si la comparamos con la reforma del 2003.

Pido indulgencia por las inevitables repeticiones, pues, como se verá, mi defensa es modesta y se puede resumir así: los derechos de los adolescentes son parte necesaria e inseparable del Estado de derecho. Estos derechos están formulados en la Constitución Nacional y en la Convención sobre los Derechos del Niño. Si el Estado de derecho no incluye a los niños y a los adolescentes, no solo los ponemos en riesgo grave de injusticia, sino que quebrantamos el Estado de derecho mismo.

Panamá, diciembre de 2007