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Introducción a la segunda parte
Los hechos de violencia y criminalidad reciben, desde hace algún tiempo, una inusualmente amplia cobertura en los noticieros de radio y televisión. La espectacularidad, que muchas veces los acompaña, hace que compitan con ventaja sobre otros temas, que podrían ser de mayor trascendencia para el bienestar general y la prosperidad de la nación, pero que definitivamente carecen de un atractivo que “enganche” la atención de las masas, ahora convertidas en audiencia que sirve para la medición de los “ratings”.
Cuando los protagonistas del crimen son menores de edad, las noticias nos traen algo más que informaciones. Pronto se convierten en detonadores de una sensación de alarma social y escándalo moral. Del despacho noticioso sobre los hechos se pasa rápidamente al registro de las opiniones con un tono de severidad. Curiosamente, los puñales de la crítica mediática se lanzan contra las leyes “blandas” que "permiten" semejantes horrores. Una ley "blanda" es aquella que da "derechos" sin que estos sean necesarios o convenientes, parece ser el concepto detrás de esta línea editorial.
En consecuencia, una buena parte de la población cree que los chicos se abstendrían de cometer delitos si se modificaran las leyes penales, pues se piensa que éstas les son favorables y los incentivan a cometer toda clase de ilícitos. A diferencia de lo que ocurre con el "mentholatum chino", aquí sí tiene mucha importancia lo que la gente crea que es un remedio, aunque no tenga poderes curativos reales, pues las leyes las hacen autoridades políticas de quienes se espera que respalden el "sentir popular".
Como es relativamente fácil trocar los temas de violencia y criminalidad en preocupaciones individuales sobre la seguridad personal, las leyes penales corren el riesgo de ser sometidas a la crítica desde los temores subjetivos con el que muchas personas pueden identificarse, luego de ser alimentadas por noticias alarmantes sobre crímenes violentos y opiniones moralizantes acerca de lo "permisivas" que son nuestras leyes.
Este tipo de reformas penales se denominan comúnmente en Centroamérica "Mano dura". En España, con ocasión de la reforma del proceso penal de menores que se efectuó en diciembre de 2006, Dolz Lago, un fiscal de menores y autor de un comentario a la ley de ese país, calificó la ideología que motivó los cambios introducidos como populismo penal.
Quizás la frase sea muy elegante y considerada. Quizás sea más justo denominarle la “solución de Barrabás”, frase que no sólo se refiere a la conocida historia del Nuevo Testamento, sino que trae a colación las limitaciones del positivsmo kelseniano anterior a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.
Pues también Kelsen, en un opúsculo publicado en 1933 con el título “Forma de Estado y filosofía”, se adhirió a una posición que confunde las decisiones de la democracia con las de la justicia. Si bien la premisa de que la democracia supone el relativismo político -yo agregaría "en cierto grado"- es atendible, Kelsen valora una supuesta conducta democrática de Pilatos al dejar éste que el "pueblo" sea el que decida a quien debe beneficiar el indulto que en esa fecha era costumbre otogar.
El error de Kelsen consiste en que las cuestiones de justicia no pueden zanjarse adecuadamente recurriendo a métodos plebiscitarios. La justicia, como aplicación de la ley, desaparecería para dejar su lugar a dos extremos peligrosos: o el linchamiento, o la impunidad. Y me parece que es de un valor estratégico insoslayable el no confundir al "pueblo" con la turbamulta exacerbada, que no es más que una muestra de manipulación desde el poder.
La pentración del crimen organizado en los barrios, más el deterioro social y la pérdida del tejido familiar y comunitario, más la amplificación-distorsión mediática, más una democracia débil en sus convicciones sobre el valor de los derechos: solo así, mediante esta poderosa fórmula, puede explicarse, según muestra la historia reciente, que ante los episodios de la delincuencia urbana la respuesta de gobiernos distintos, de distinta orientación ideológica, sea la misma: la de "endurecer las leyes contra los menores de edad".
De la misma forma como en la primera serie comentamos sobre las reformas a la Ley 40 durante el gobierno panameñista de Mireya Moscoso, en esta segunda parte la mirada va dirigida a los debates y modificaciones introducidas a la Ley 40 durante la administración de Torrijos.
Un asesinato por contrato a plena luz del día en un lugar público, una balacera que accidentalmente ciega la vida de un infante, y un fuego desatado como represalia por pandilleros en un barrio pobre, en el que solo murieron niños pobres, son algunos de los hechos cotidianos que sirven como telón de fondo a las reflexiones que aquí se plasman.
Los 10 artículos que a continuación se presentan fueron escritos sin un plan previo. Con excepción del último, que es un trabajo inédito, todos aparecieron en el diario El Panamá América en mi columna semanal. Aquí se ordenan según fueron escritos y publicados. Desde una perspectiva que no reclama privilegios especiales, buscan entablar un diálogo sobre algunas de las preocupaciones que se fueron dando a lo largo del 2006 y 2007 en torno a la justicia penal de adolescentes.
Luego de señalar lo que tienen en común los procesos de reforma de la Ley 40, me parece justo registrar lo que tienen de diferente, comparadas ambas coyunturas. Recordemos que durante el periodo 2002-2003, en el que se gestó la reforma que concluiría con la Ley 46 del 2003, las autoridades del Ministerio de Gobierno y Justicia y de la Policía Nacional fueron enfáticas en señalar que el aumento de la criminalidad se debía a la creciente delincuencia entre los adolescentes. No obstante, las estadísticas oficiales mostraban lo contrario: alrededor de un 11% de todos los reportes policiales de delitos denunciados o investigados implicaban a algún menor de edad.
Con el ascenso de Martín Torrijos al solio presidencial, y el correspondiente cambio en las autoridades de seguridad y policía, desapareció el intento de sustentar una reforma de la Ley 40 a partir del argumento de que los adolescentes constituían el principal problema de seguridad del país. Pero pronto un nuevo discurso tomo su lugar: se decía ahora que la Ley 40 dificultaba el trabajo de la Policía en su lucha contra la delincuencia.
El (nuevo) jefe de la Policía Nacional asumió directamente la crítica de las instituciones de garantía establecidas en la Ley 40 y mantuvo una constante campaña mediática mediante la cual buscó, de forma más o menos abierta, desacreditar las decisiones de jueces y fiscales cuando estas no ordenaban la prisión para los adolescentes señalados por agentes policiales.
El límite inferior de la responsabilidad penal, fijado por la Ley 40 en 14 años de edad, también fue objeto de ataques por el Jefe de los uniformados. Todo lo que opusiera a la privación de libertad en forma inmediata estaba en medio del camino de la Policía. La necesidad de remover de las calles a los “menores en riesgo social” fue incluso punto de conflicto con las autoridades del Ministerio de Desarrollo Social.
Una cultura de Estado de derecho más sólida que la actualmente existente en nuestro país habría cuestionado duramente la intromisión pública del Jefe de la Policía en la conducción de las investigaciones penales. Acá, por el contrario, se produjo una especie de consenso que tenía por figuras estelares a comentaristas de la actualidad noticiosa y a políticos. Según un parecer dominante, el Estado de derecho era una ficción incómoda en la lucha contra el crimen, lucha en la cual el Jefe de la Policía era la cabeza visible del bando que “lógicamente” había que apoyar.
¿Había otras opciones? ¿Qué podía hacer la sociedad ante el elocuente fracaso de las estrategias de prevención del crimen? Sugiero algunas: podría recusar el protagonismo inútil de la Fuerza Pública, o cuestionar la actuación torpe de sus agentes; podría denunciar la corrupción dentro de la Policía Técnica Judicial, y criticar su ineficacia. En vez de eso, se optó finalmente por una solución de bajo costo en inversión pública y alto rendimiento en adhesión social y mediática: reformar la Ley 40.
Así, la necesidad de legitimar el protagonismo policial en la lucha contra la delincuencia callejera reprogramó un ataque público sobre las garantías penales y procesales de los adolescentes, mucho más allá de lo que lo había hecho el desmesurado intento por aumentar las penas hasta 20 años de prisión al que se había circunscrito el gobierno de Moscoso en sus estertores finales.
Al margen del discurso político oficial, el Jefe de la Policía Nacional de Torrijos impuso una visión negativa de la Ley 40. Para la opinión pública dominante, esa que se transmite por ondas y cables y se cuantifica mediante encuestas de internet, la Ley 40 creaba un malestar. Era una ley "mala" porque obligaba a soltar a los chicos por falta de pruebas, y porque los plazos cortos señalados en su procedimiento no permitían hacer una investigación a fondo de los hechos delictivos.
Así, los sectores que impulsaron la reforma en el periodo 2006-2007 consideraron que los adolescentes tenían un “exceso” de derechos y garantías que dificultaba la marcha usual del trabajo preventivo de las operaciones policiales y de las pesquisas criminales, lo que menoscababa la seguridad ciudadana. Esta opinión sólo se explica por el atraso de la reforma procesal penal en nuestro medio.
La Ley 40 fue en efecto un paso hacia adelante respecto del viejo proceso penal inquisitivo, anticuado, pero vigente aún en la jurisdicción penal ordinaria. Sin embargo, tras la publicación de varios anteproyectos de Código Procesal Penal, en 1997, 2005 y 2006, quedó evidenciado que la Ley 40 partió primero en la dirección correcta, pero ha quedado un poco expuesta y mal comprendida debida a los bajos estándares de garantía que protejen a los ciudadanos en el proceso penal común. Los avances en los consensos políticos e institucionales que la reforma procesal penal requiere han ido madurando lentamente en los últimos meses del año 2007 y resta ver si se aprobará el nuevo código en la legislatura de marzo a junio del 2008, como se ha planteado por los miembros de la Comisión de Gobierno de la Asamblea Legislativa.
En cualquier caso, como explico en uno de los artículos que abajo se presentan, es seguro que el nuevo proceso penal reforzará las instituciones que introdujo la Ley 40 en el derecho panameño. Incluso, una vez concluida la reforma procesal penal cabe promover una modificación de ciertos aspectos de la Ley 40 para hacer el proceso penal de adolescentes cónsono con el nuevo proceso de tipo acusatorio que se planea introducir en la jurisdicción penal ordinaria. Una reforma así entendida sería beneficiosa para las garantías procesales de los adolescentes.
En el mismo artículo escrito en el 2006, es decir meses antes de que se promulgaran las Leyes 14 y 15 del 2007, (la primera contiene el nuevo Código Penal y la segunda la reforma de la Ley 40 impulsada por el gobierno de Torrijos), llamé la atención sobre el hecho de que el Anteproyecto de Código Penal, que se discutía en esos momentos en la Asamblea, planteaba introducir una serie nueva de reglas e institutos que permitirían sustituir las penas cortas de prisión por sanciones no privativas de libertad, mientras que las propuestas en torno a la reforma de la Ley 40 iban exactamente en dirección contraria. La advertencia tuvo escaso efecto.
En el trabajo inédito que cierra la serie reconozco que el mensaje de la Ley 15 del 2007 no consiste en centralizar su ataque sobre la delincuencia juvenil, sino sobre el crimen organizado. La reforma de la justicia penal de adolescentes se concibió como una parte de un endurecimiento general en la lucha contra el crimen. Esta es la diferencia más significativa, si la comparamos con la reforma del 2003.
Pido indulgencia por las inevitables repeticiones, pues, como se verá, mi defensa es modesta y se puede resumir así: los derechos de los adolescentes son parte necesaria e inseparable del Estado de derecho. Estos derechos están formulados en la Constitución Nacional y en la Convención sobre los Derechos del Niño. Si el Estado de derecho no incluye a los niños y a los adolescentes, no solo los ponemos en riesgo grave de injusticia, sino que quebrantamos el Estado de derecho mismo.
Panamá, diciembre de 2007
Pistas y despistes en la lucha contra el crimen
Panamá es un paso obligado de la droga suramericana que se vende en Estados Unidos. Se trata de una operación de muchos millones de dolares que utiliza nuestra población, la atropella y la abusa, mientras recorre la ruta que lleva los estupefacientes de un lado a otro del continente.
Las organizaciones del crimen que administran el sistema de contactos y transporte no son identificables a simple vista, buscan diariamente violar la ley con impunidad, corromper a nuestras autoridades, y tornar sicarios a ciertos jóvenes y adolescentes a los que la pobreza ha empujado a la marginalidad social. La red del crimen organizado se constituye así en una amenaza invisible pero permanente para todo ciudadano que por azar del destino se cruce en su camino.
Es en este marco de conceptos que debemos entender espantosos hechos, como el de la semana pasada, en el que bandos del narcotráfico se enfrentan y ajustan cuentas en la vía pública al alcance de los ojos de todos, utilizando a menores de edad para halar del gatillo. No se puede pues ignorar que el problema de fondo, aunque no se vea todos los días, en realidad, está ahí todos los días. ¿De qué depende que la ciudad no se convierta en escenario habitual de las bandas del crimen organizado? ¿De la policía? ¿Del gobierno? ¿De la justicia? ¿De la ley?
Uno pensaría que todos los esfuerzos de los aparatos de seguridad del Estado tienen que estar volcados a detener y desmantelar esta poderosa maquinaria de violencia y actividad criminal. Uno pensaría que las autoridades están empeñadas en enviar un mensaje muy claro a una sociedad estupefacta, desconcertada, ansiosa por entender, y deseosa de sentir que “sus representantes”, es decir, el gobierno, están actuando eficazmente contra un mal que indiscutiblemente amenaza a todos.
Uno pensaría que lo delicado del tema obliga a que los altos funcionarios de Estado y los políticos se comportasen con la máxima seriedad y responsabilidad. Esta no puede ser ocasión para que alguien quiera anotarse unos puntos fáciles de supuesta popularidad ante la opinión pública con declaraciones irresponsables.
No puede ser que ahora los adversarios del actual partido gobernante intenten demostrar que la persecución y represión del crimen organizado son un problema que el actual partido gobernante no sabe cómo resolver –como si los demás supieran. No puede ser que el gobierno crea que la reforma de unos artículos del Código Penal será la solución mágica ante un problema de semejantes dimensiones. No puede ser que todavía haya gente –sobre todo los llamados “formadores de opinión”- que piense que todo esto se podría evitar si incrementamos las penas a los menores de edad a 10, 15 o 20 años.
El crimen organizado tiene la capacidad de corromper no a 50, sino a 500 y más de nuestros adolescentes, para no hablar de los adultos. Paga lo que le cueste y se ríe. En un país con 40% de pobreza, alto desempleo juvenil, avanzado deterioro familiar, carente de estructuras comunitarias de solidaridad y cuidado, excesivas dosis de violencia en nuestra cultura, frivolidad, consumismo y desesperanza en los valores, no será difícil encontrar a varios centenares de individuos a los que ofrecer una compensación económica por la ejecución de un delito.
El Estado puede tomar el camino de querer resolver este problema mediante el aumento de la privación de la libertad de los adolescentes. Si logra encerrar 100 en un año, vendrán otros cien más al año siguiente. Si encierra bajo llave y candado a 200, el crimen organizado contratará a otros nuevos doscientos para que operen bajo sus instrucciones. ¿Qué habrá solucionado entonces? Lo que la droga no pagará es lo que cuesta mantener a los adolescentes en prisión, ni sus programas de resocialización. Eso tendrán que pagarlo el Estado y los contribuyentes.
Supongamos que el Estado panameño tiene la capacidad real de recuperar para la sociedad a 50 adolescentes que han cometido delitos graves. ¿Qué ocurre cuando entran 100 ó 200 nuevos internos? ¿Tienen las instituciones capacidad real –presupuesto, instalaciones y recursos humanos- para administrar la privación de libertad de tantos adolescentes? ¿Qué ocurre cuando se rebasa excesivamente la cantidad de individuos que puede albergar un centro de internamiento? ¿No será que en estos casos el lugar de la prisión se convierte a su vez en un “centro” de generación prácticas delictivas? Podemos seguir encerrando gente y la droga siempre encontrará la miseria que puede comprar para sus propósitos. ¿Se combate al crimen organizado con el aumento de la prisión a los adolescentes que halan el gatillo?
¿Qué hacer frente a este mal? Los moralistas de siempre dicen: “Hay que enseñarles valores morales a los niños en el hogar y en las escuelas para que no se dejen corromper.” Sí, eso está muy bien, pero hay hogares hechos pedazos por el vicio y la pobreza, y escuelas que tienen una relación muy débil con su alumnado como para poder ejercer una acción preventiva sobre aquellos que merodean las fronteras del crimen. Es un dato duro de la realidad: en nuestra sociedad habrá adolescentes que cometan delitos.
Las leyes especiales de responsabilidad penal de los adolescentes son una necesidad de la seguridad ciudadana y Panamá tiene la suya desde 1999, implementada paulatinamente, y con ciertas limitaciones, en los años subsiguientes. Por el delito de homicidio, la ley ordena retirar de la circulación al adolescente por un lapso hasta de 7 años. No me parece que sea poco. Esto se estableció en el 2003 cuando la pena máxima se aumentó de 5 a 7 años.
No han pasado 7 años desde entonces, de modo que no podemos saber cuál es el impacto de dicho aumento en la cantidad real de adolescentes que han expiado dicha pena y como ha afectado el periodo postsancionatorio. Sobre el impacto de la norma en la cantidad de adolescentes que han delinquido desde entonces, cabe preguntarse también. No conozco esfuerzo de las autoridades que trate de dar respuesta a esa interrogante, pero yo me atrevo a aventurar una hipótesis: ninguno.
La interrogante de la gestión de gobierno debe estar dirigida a establecer en qué condiciones saldrá ese chico al cabo de 7 años de prisión. ¿Con posiblidades de reinsertarse en un familia y en su comunidad de una manera postiva, o de vuelta a engrosar las filas del crimen? Las leyes penales atienden el problema de la criminalidad en la adolescencia cuando ya es muy tarde.
Fuera de las políticas de prevención, no hay alternativa. ¿O es queremos una ley que condene y encierre anticipadamente a los hijos de hogares desintegrados y a los alumnos de escuelas que no tienen capacidad de retención de sus estudiantes?
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El Panamá América, Martes 21 de marzo de 2006
¿Desmanes legales o policiales?
El Jefe de Policía ha expresado públicamente que la justicia penal de adolescentes no funciona. Sus declaraciones surgen a raíz de que un agente del Ministerio Público se rehusara a decretar la detención provisional contra los menores de edad que habían sido señalados por un agente de la policía como los probables responsables de la muerte de un niño de tres años, hecho fatal que se produjo unos días después de que el pequeño infante se encontrara trágicamente en medio de una balacera y recibiera un impacto por azar.
Según el fiscal de adolescentes, no había las evidencias suficientes para sustentar la vinculación de las personas identificadas por la policía. Los indicios con los que cuenta el Ministerio Público en este caso no son concluyentes, o son contradictorios. ¿Debe el Ministerio Público ordenar una detención en estos casos? La respuesta en cualquier país que se precie de su civilidad y valore los principios de la justicia, es que bajo ninguna circunstancia una persona debe ser privada de su libertad si no hay evidencias suficientes en su contra.
Quizás otro fiscal habría hecho algo distinto. Lo habría hecho con las mismas leyes vigentes. Podríamos interpretar la intervención del Jefe de la Fuerza Pública como un cuestionamiento, no al régimen legal, sino a la actuación del fiscal en este expediente, pero esto lo convertiría en un caso aislado, a menos que la Policía mencione una lista larga de casos concretos en que, a su juicio, la actuación del Ministerio Público ha sido deficiente.
Cabe preguntarse si la policía reacciona de la misma forma ante otros incidentes, sobre todo aquellos en que aparece involucrada la población adulta. ¿Será que son pocos los incidentes delictivos que protagonizan los mayores de edad? Según los datos oficiales son cerca del 90% del total de todos los hechos delictivos reportados anualmente en el territorio nacional.
Otra pregunta que cabe hacerse es si es función de la Policía hacer este tipo de cuestionamiento. Las leyes panameñas han sido aprobadas por la Asamblea panameña. ¿Cómo se siente nuestra cultura democrática cuando el Jefe de la Policía cuestiona la idoneidad de nuestras instituciones jurídicas, sobre todo cuando ellas tienen que ver con la protección de la libertad y las condiciones precisas en que se puede privar de libertad a las personas?
¿O es que hay un consenso oculto en la vida pública panameña (lo que incluye a políticos, periodistas, autoridades y sociedad civil) acerca de que la libertad de las personas menores de edad no tiene la misma importancia que la de los mayores de edad? ¿Es que donde la libertad importa la policía no opina sobre estas cosas y donde la libertad no es un valor entonces la policía sí se siente autorizada (¿por quién?) para cuestionar leyes y actuaciones de autoridades?
Todas las leyes humanas son perfectibles y, por lo tanto, pueden ser modificadas para ser mejoradas. Este axioma no resuelve la verdadera cuestión: ¿Se trata de un debate exclusivamente legislativo, o será más bien un debate ciudadano? ¿Sobre la base de qué principios? ¿Cuáles son los interlocutores válidos en este debate?
Quizás convenga un poco saber algo sobre la ley que algunos dicen que hay que reformar. Antes de que se aprobase la Ley 40 de 1999, que es la que regula la responsabilidad penal de los adolescentes, el Ministerio Público tenía totalmente prohibido intervenir para instruir una investigación si el imputado era un menor de edad. No había tampoco intervención de otros auxiliares de la justicia, como la Policía Técnica Judicial.
El juez de menores lo hacía todo y lo primero que hacía era ordenar el internamiento indefinido del sospechoso, con o sin pruebas, y sin que hubiese un proceso penal, ni garantías penales efectivas. Este sistema fue introducido en 1951 cuando fue creado el Tribunal Tutelar de Menores y continuado con la aprobación del Código de la Familia en 1994.
La Ley 40 dispuso la creación de juzgados penales para adolescentes, autorizó al Ministerio Público a instruir el sumario y a perseguir penalmente a los adolescentes, así como a acusarlos en el proceso penal. También se dispuso la intervención de la Policía Técnica Judicial, pues era necesario acreditar las evidencias de manera científica. Solo así podía concluir el proceso penal con una sentencia que establecía la responsabilidad del adolescente acusado y, por lo tanto, con una sanción penal. En ciertos casos, la ley prevé la pena de prisión por un máximo de 7 años.
Para un caso como el que motiva las palabras del jefe policial, en esta ocasión, la Ley 40 prevé la detención provisional de aquellos que han sido vinculados a los hechos delictivos. La ciudadanía debe tener la confianza de que el fiscal de adolescentes ordenará la detención cuando haya logrado recabar las pruebas suficientes, pues de no hacerlo así, el juez penal de adolescentes se vería en la forzosa necesidad de revocar la medida por carecer de sustento en el expediente.
Pero lo más importante es que la ciudadanía tenga la confianza de que no se decretaran medidas autoritarias, medidas que son violatorias, no de los derechos de los adolescentes como si fueran algo especial y único, sino de los derechos más básicos de la persona humana. ¿Alguien pretende que no se le reconozcan a los adolescentes estos derechos?
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El Panamá América, Jueves 17 de agosto de 2006
La Ley 40 y sus reformas
LA LEY 40 de 1999 establece el régimen de responsabilidad penal para la adolescencia, aplicable a los menores de edad entre los 14 y 18 años. Es un desarrollo apropiado de la Convención sobre los Derechos del Niño, instrumento de derechos humanos que protege la condición jurídica de las personas menores de edad y fue aprobada como una alternativa frente a los que impulsaban la rebaja de la edad de responsabilidad penal de 18 a 15 años, con el objeto de proceder al enjuiciamiento de adolescentes en los tribunales ordinarios.
Como el concepto de "derechos" al que se refiere la Convención no es sinónimo de beneficios o prestaciones, sino al de principios que regulan el estatus de la persona, el concepto de responsabilidad penal no está excluido del trato justo que corresponde a los menores de edad. Es responsabilidad, pero no es igual a la de los adultos. Tiene un carácter especial porque en ella los principios protectores de la Convención forman una plataforma sobre la cual puede intervenir el brazo correctivo de la justicia.
La Ley 40 contiene 6 elementos: un conjunto de principios y conceptos básicos, una carta de derechos y garantías penales, un arreglo de organismos especializados con competencias específicas, un procedimiento especial (que introdujo instituciones procesales de avanzada en el derecho penal panameño), una pluralidad de sanciones (que van desde medidas socio-educativas hasta la pena de prisión) y unas reglas sobre la transición del viejo sistema al nuevo, la cual debió durar 12 meses. Siete años después, todavía no se ha completado este proceso porque el presupuesto del sector justicia no ha hecho las previsiones correspondientes a lo que manda la ley.
La Ley 40 ha sido reformada en tres ocasiones. Con el propósito de que tengamos un debate informado sobre la Ley 40, hago un breve resumen de lo que han sido las reformas a este cuerpo legal.
La primera reforma se produjo en el año 2000. Los primeros tribunales debieron haber sido creados en febrero del 2000, seis meses después de entrada en vigencia la ley y ello no se hizo. Entonces, la Presidencia de la Corte Suprema aprovechó la ocasión de la aprobación del Estatuto Orgánico de la Procuraduría de la Administración (Ley 38 de 31 de julio de 2000) para introducir, de modo subrepticio, una disposición que no tenía nada que ver con el tema de esa ley y modificó el artículo 162 de la Ley 40, que establecía las fechas de creación de los nuevos tribunales y fiscalías. Así, se pospuso la creación de los organismos especializados hasta enero de 2002.
Cuando se llegó a enero de 2002 tampoco se crearon los tribunales. En esta ocasión no se modificó la fecha de entrada en vigencia y la administración de justicia, en materia de responsabilidad penal de adolescentes, fue prácticamente llevada al umbral de la ilegalidad y al colapso, pues los viejos juzgados de menores no tenían la capacidad institucional de evacuar los nuevos procesos como lo mandaba la ley.
El Ministerio Público tampoco creó las nuevas fiscalías y los jueces de menores seguían haciendo las veces de investigador-defensor-juzgador (lo que constituye una violación básica de los derechos del justiciado según la Convención Americana de Derechos Humanos) y acumularon una terrible mora año tras año. Los casos entraban, pero no salían. Los expedientes se abrían, pero no se cerraban.
En junio de 2003 fue reformada la Ley 40 por segunda vez. El anteproyecto original, presentado por un legislador, era un monumento a la ignorancia del derecho, pero gracias al amplio debate que se suscitó en la comisión legislativa permanente, cada artículo fue reemplazado por otro que fuese cónsono con los conceptos de la Convención y la Ley 40. Al final se modificaron una veintena de artículos, algunos de los cuales satisfacían la verdadera intención de los que apoyaban la iniciativa original: incrementar la privación de libertad como método de control social de los adolescentes.
Así, se aumentó el periodo máximo de la detención provisional y la pena máxima de prisión se subió de 5 a 7 años. Se incluyeron dos nuevos delitos en la lista de los que podían ser sancionados con penas de prisión. Estos dos delitos fueron: el delito de lesiones con resultado muerte y el de lesiones gravísimas (aquellas que dejan una incapacidad permanente). Estos delitos se sumaban a los establecidos en 1999: homicidio doloso, robo, secuestro, tráfico de drogas y violación sexual. Los primeros tribunales penales de adolescentes comenzaron a funcionar en septiembre de 2003.
En el 2004, el Comité de los Derechos del Niño, que es el organismo permanente que se encarga de supervisar el cumplimiento de la Convención, expresó su preocupación en el sentido de que Panamá no había "hecho lo suficiente para revisar su sistema de administración de justicia de menores para que se ajuste plenamente a la Convención y a otros instrumentos internacionales conexos".
El Comité dijo que también le preocupaba "que mediante la Ley 46 se establezca un régimen más estricto de responsabilidad penal de los adolescentes, en particular al aumentar el periodo máximo de detención preventiva de dos a seis meses, con la posibilidad de ampliarlo a un año".
A pesar de ello, pocos meses después de que el Comité hiciera públicas sus observaciones, el gobierno de la presidenta Moscoso, que estaba a punto de fenecer, propuso endurecer las penas contra los menores de edad y elevarlas a un máximo de 20 años. La Asamblea Legislativa, dominada por miembros del entonces opositor PRD, rechazó el proyecto arnulfista.
Como parte del paquete de leyes de "mano dura" se aprobó la Ley 48 de 2004, que tipifica los delitos de pandillerismo, y de posesión y comercio de armas de fuego prohibidas. Mediante esta reforma se alargó más la lista de delitos que pueden ser sancionados con la pena de prisión.
Cualquier reforma de la Ley 40 seguramente intentará intensificar la privación de libertad contra los adolescentes, mientras la situación real de los centros de custodia y de cumplimiento, cada vez con menos recursos y más población, se deteriora ante la mirada impávida de una sociedad que cree que el delito se combate aumentando las penas.
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El Panamá América, Martes 22 de agosto de 2006
Sobre el aumento de penas
CUANDO, en 1991, a Eugenio Raúl Zaffaroni, penalista y criminólogo argentino, con una trayectoria de varias décadas en el estudio del delito y el derecho penal, y a la sazón Director General del Instituto Latinoamericano para la Prevención del Delito, le pidieron que comentara una propuesta de reforma del Código Penal de Costa Rica mediante la cual se aumentaban las penas, el jurista se atrevió a señalar que las penas de prisión largas sólo surten efectos en delitos que no son los más graves.
Señaló como ejemplos delitos que requieren de un alto grado de planeación y racionalización como, por ejemplo, la defraudación fiscal y las estafas a través de instrumentos cambiarios. El individuo que acomete este tipo de infracciones penales está forzado a hacer un cálculo sobre cuánto podría costarle el riesgo de su actividad desviada y es lógico que en la medida en que aumenta "el costo" del delito, disminuya la presteza a cometerlo y, por lo tanto, se reduzca socialmente su incidencia.
Muy diferente es lo que ocurre con los delitos graves como el homicidio, particularmente el homicidio patológico. Según Zaffaroni, nadie se abstiene de cometer un parricidio por consideración a la pena. Son otros motivos los que impiden que las personas cieguen la vida de sus progenitores. Me permito complementar: Aunque un mal año se produzcan varios fenómenos de este tipo, aunque pueda demostrarse estadísticamente, que el parricidio aumentó en un cien por ciento, porque un año hubo dos tragedias de este tipo y al año siguiente cuatro, el aumento de la pena no tendrá ningún impacto real en la ocurrencia, o no ocurrencia, de este acto criminal.
Las observaciones del jurista argentino van acompañadas de comparaciones con una decena de países y muestra que aunque a los costarricenses les parecía en ese momento que la incidencia del homicidio había aumentado, en realidad, se había mantenido estable por espacio de una década. También muestra que comparado con otros países menos violentos, como Holanda, por ejemplo, la tasa de homicidios por cada cien mil habitantes era tres veces menor en Costa Rica.
El otro dato importante que contiene el informe de Zaffaroni, que hace tres años fue nombrado como Magistrado Presidente en la Corte Suprema de su país, es que, contrario a lo que pueda pensarse, las penas largas raras vez se cumplen y eso incluye a los países que tienen las legislaciones que prescriben las penas más largas. Es decir, independientemente de la duración de la pena señalada en la ley, hay múltiples mecanismos legales que propenden a un acortamiento de las sanciones que realmente se cumplen.
En Panamá, por ejemplo, la pena de prisión para el homicidio simple tiene un rango que va de 5 a 12 años. Los funcionarios judiciales y los agentes del Ministerio Público, así como los abogados litigantes, están plenamente conscientes de que una persona que haya cometido este delito con pleno conocimiento de causa, pero sin las circunstancias agravantes que señala la ley (premeditación, medios atroces, por precio, etcétera) y que sea delincuente primario, recibirá una pena muy cercana a los 5 años de prisión.
Si a eso sumamos la posibilidad de obtener una reducción de sentencia, por buena conducta y tras haber cumplido dos tercios de la sanción, entonces es probable que un adulto, responsable del delito de homicidio doloso, recobre su libertad antes de los cinco años.
Por eso, cuando hoy se debate sobre la necesidad de aumentar las penas contra los menores de edad, debiera tomarse en cuenta los rangos de las penas que establece el Código Penal actual, junto con la realidad de las penas que en la práctica cumplen los que han sido sentenciados. Los 7 años que impone la Ley 40 de 1999, como pena máxima, están lejos de ser una pena pequeña comparada con la realidad de la sanción que cumplen los adultos.
He analizado aquí el caso de la pena por homicidio, si analizamos la de los otros delitos (robo, violación, lesiones personales dolosas con resultado muerte y lesiones gravísimas, pandillerismo y comercio y posesión ilícitos de armas de fuego), llegaríamos a la conclusión de que las diferencias entre la extensión de la pena del adulto y la del menor de edad se acortan hasta que prácticamente se anulan las diferencias.
Cuando se discutió su aprobación los conceptos de la Ley 40 de 1999 tuvieron que pelear en dos frentes. Así como rechazó el tratamiento de los menores en la jurisdicción de los adultos, con reglas y penas similares a las de los adultos, también combatió la mentalidad tutelar que recomendaba proteger a "los menores" y no sancionarlos. En este sentido, la Ley 40 es absolutamente clara: se trata de una ley que responsabiliza a los menores de edad que violen la ley penal y les impone sanciones severas que incluye la pena privativa de libertad.
La Ley 40 de 1999 es un pilar de la seguridad ciudadana porque su fiel cumplimiento permite que se pueda ordenar una detención provisional, cuando ella es necesaria. No se trata de "encarcelar" a todo mundo, se trata de que las autoridades pueden tomar las medidas necesarias para la defensa de la seguridad ciudadana. Si no lo hacen, es porque existen deficiencias en la gestión de la investigación o de los procesos, no porque la ley se los impida.
Uno de los temas que el informe de Zaffaroni no aborda es la centralidad del crimen organizado. Quizás Costa Rica no ameritaba la reflexión en ese momento. En Panamá, en el 2006, no podemos ignorar la cuestión o tratarla como si fuese un fenómeno de segundo orden. Con los mismos criterios que utilizó el maestro argentino para distinguir los casos en que el aumento de la duración de la prisión puede surtir efectos prácticos, hay que llegar a la conclusión de que en Panamá hay que endurecer las penas contra todas las formas del delito organizado.
Quizás haya que tipificar como delito nuevo la utilización de menores de edad en la ejecución de actividades delictivas, que van desde el hurto y el robo hasta el sicariato. Si en vez de atacar las causas, atacamos solo los efectos, estaremos promoviendo la impunidad.
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El Panamá América, Martes 29 de agosto de 2006
Los adolescentes y el mito de la reincidencia
SEGÚN el Código Penal vigente, "Es reincidente quien comete un nuevo hecho punible después de haber sido sancionado por sentencia firme de un Tribunal del país o del extranjero de conformidad con lo establecido en el artículo 11 de este Código." (Artículo 71).
Para que se dé el fenómeno de la reincidencia se requiere pues que la persona haya sido encontrada responsable, mediante los trámites de un juicio, de cometer por segunda vez una violación de la ley penal. Es importante fijar el contenido de este concepto, pues se le utiliza con frecuencia y laxitud al momento de calificar a los "menores infractores". Se dice que la mayoría son reincidentes, y ello se menciona como prueba de que la ley que regula su responsabilidad penal no funciona de modo adecuado.
Siguiendo la definición legal de reincidencia, habría que concluir que ninguna persona es reincidente porque tenga varias investigaciones en curso. En el caso de los adolescentes, habría que remarcar que ellos están sujetos al régimen penal de la Ley 40 de 1999, entre los 14 y 17 años solamente, de modo que la aplicación del concepto de reincidente solo cabe cuando un adolescente ha sido sancionado por segunda vez conforme a los trámites de este régimen penal especial.
Si una persona menor de edad ha sido sancionada penalmente dos veces en el curso de unos pocos años, saltan a la vista dos conclusiones: la primera, que el sistema de justicia penal de adolescentes sí funciona, pues se determina que personas que delinquieron son responsables; la segunda, que la resocialización no se logró con la primera sanción y de ahí proviene, muy probablemente, la segunda recaída en el delito.
La doctrina penal no considera que la reincidencia sea una circunstancia agravante propiamente porque no se refiere al hecho delictivo cometido, sino que es un atributo del sujeto activo del delito. Sin embargo, la consecuencia de su constatación ha consistido, hasta ahora, en que el juez que fija la segunda sentencia la toma en consideración y fija una sanción más gravosa, que es lo mismo que decir que dicta una pena de prisión más larga de la que normalmente habría fijado.
Siguiendo una orientación garantista, el Anteproyecto de Código Penal elaborado por la Comisión Codificadora y presentado a la luz pública hace algunos pocos meses, elimina el concepto de reincidencia de la normativa jurídico penal. La razón de ser es muy sencilla: el delincuente primario, aquél que ha sido encontrado responsable de un delito sin condenas previas, tiene algunos beneficios, como por ejemplo, la posibilidad de obtener una suspensión de la sentencia (Artículo 78 del Código Penal vigente).
El que no es delincuente primario pierde esos beneficios y esta es una forma de castigar su regreso al delito. Si sobre ese castigo la ley ordenase otro adicional, como el alargue de su estadía tras los barrotes, estaría reprimiendo doblemente al reincidente. Por estas razones, en el Anteproyecto encontraremos beneficios para el delincuente primario, pero no castigos adicionales para el reincidente.
Todos estos conceptos sobre circunstancias agravantes y atenuantes son aplicables en la justicia penal de adolescentes porque así lo ordena la Ley 40 de 1999. El juez penal de adolescentes dispone de un rango al momento de determinar la duración de la pena de prisión aplicable al caso concreto y es lógico que sancione más duramente el segundo robo que el primero.
Hago esta explicación porque se ha aireado la idea de que la posible vía al aumento de penas consiste en establecer un aumento de penas a los reincidentes. Si esto se hace no se habrá logrado nada que no sea coartar el criterio del juez penal al momento de fijar la sanción.
No obstante, lo que es verdaderamente lesivo a las garantías de los adolescentes encontrados responsables de cometer un delito es que se defina una concepto laxo de reincidencia, diferente al que establece el Código Penal vigente, que le permita a las autoridades policiales y judiciales violentar una serie de garantías mínimas sobre la base de que existe una investigación pendiente.
Si se procediera a legalizar semejante entuerto, se estaría violando la Constitución, pues la presunción de inocencia es una de las garantías constitucionales más básicas que protege los derechos de la persona. Y eso incluye a los adolescentes.
Finalmente, llamo la atención sobre un dato de la realidad. Si fijamos la atención en las personas que aparecen involucradas en la comisión de actos delictivos según los reportes de la Policía Técnica Judicial, encontraremos que el tramo de edad que va de 14 a 15 años es muy inferior al de 16-17 años. Sin embargo, la edad a la que verdaderamente se disparan los números de la actividad delictiva son los 18 años, pues el tramo 18-19 es muchas veces superior al grupo etéreo anterior.
Aunque no es la versión de los hechos que se cuenta con frecuencia, a los 18 años de edad encontramos muchas mas personas dispuestas a participar en actividades delictivas, comparadas con las que vemos en los tramos de edad más jóvenes. A los ojos del público no informado, estas personas podrán parecer "menores", pero legalmente no lo son y no están amparados por la Ley 40.
Hay una buena parte de pandilleros y líderes de pandillas que son, en realidad, mayores de edad, y ni el Código Penal ni el Código Judicial han logrado disuadirlos de cometer delitos. Cuando se inician las investigaciones, estos sujetos reclaman ser adolescentes y se les envía a la jurisdicción especial. Cuando los jueces penales descubren que son mayores de edad, pese a su apariencia, los envían a la jurisdicción penal común. Pero este hecho no es registrado por las estadísticas de la PTJ o de la Policía Nacional.
Sólo una parte de estos mayores de edad involucrados en actividades criminales y que se encuentran en el tramo de 18 a 19 años, tiene antecedentes previos en los juzgados penales de adolescentes. Aunque no tengan una condena en su contra, "socialmente" se les considera reincidentes. Pero estos casos ya no tienen nada que ver con la aplicación de la Ley 40, pues se trata de personas mayores de edad.
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El Panamá América, Martes 5 de septiembre de 2006
Combatir la violencia y la inseguridad
DE MODO cada vez más apremiante, las sociedades del siglo XXI se plantean la cuestión de la inseguridad ciudadana como un tema de máxima prioridad.
No obstante, esta prioridad no se ha traducido en claridad al momento de actuar, y, ante los crecientes retos que plantean las redes del crimen organizado, las instituciones de justicia y seguridad han mostrado un desempeño deficiente o muy pobre. Suena el cuerno del cambio: la hora de las transformaciones ha llegado. Hay un gran consenso social de que las cosas no han estado funcionando como debieran, pero hay dispersión de mensajes acerca de qué es lo que hay que cambiar y cómo hacerlo.
Los medios de comunicación, que son una gran caja de resonancia que la sociedad tiene al momento de probar las ideas sobre el remozamiento de las instituciones, constatan diariamente que el crimen y la violencia hacen estragos muchas veces irreparables, y nos recuerdan, de pasada, que la deuda del Estado con los asociados, en materia de seguridad y justicia, tiene una tendencia a incrementarse ante la ausencia de la definición de un curso de acción, el déficit de credibilidad de las autoridades y la falta de una orientación ciudadana, anclada en conceptos que son más políticos que técnicos.
Hay la percepción de que no hemos hecho progresos, como sociedad, en la lucha contra la delincuencia. Esta sensación de atascamiento tiende a reforzar e intensificar la sensación de que el mundo es cada día un lugar más inseguro. Quizás una de las razones que podrían explicar este atascamiento es que no se ha hecho el esfuerzo pertinente para convertir "la sensación de inseguridad" en una observación metódica, sistemática y cuantificable de los patrones de comportamiento que la producen.
Sigue prevaleciendo la anécdota sobre el análisis, el prejuicio sobre el pensamiento conceptual, y se pretende con soluciones rápidas atajar el desarrollo de una enfermedad que se ha ido incubando a lo largo de los años. La apelación a las emociones es la técnica con la que se suple la falta de método en la organización de las ideas. Frente el intento de operar sobre la realidad en forma racional, cualquier reportero de radio prensa o televisión se siente gigante al inquirir, "¿Cómo se sentiría usted si esto le pasara a su hijo o a su madre... ".
Así, es probable que las leyes se produzcan como reacción a la "sensación" de inseguridad, sin que se conozca, o quiera conocerse, la raíz del mal que hiere y estremece el tejido social. Se contribuye de esta forma a crear las condiciones para una nueva frustración social. "Soluciones" que nada solucionan. Deseo advertir que un contexto social dominado por la "sensación" de inseguridad y la frustración que generan las respuestas banales, es la mejor receta para producir actos colectivos irracionales.
En el 2004, la Organización Mundial de la Salud (OMS) publicó un Informe Mundial sobre la Salud y la Violencia. Uno de los aspectos que destacó el estudio fue la necesidad de enfocarse en políticas de prevención y se hicieron seis recomendaciones principales, a saber:
1. Hay que mejorar la capacidad de recoger información sobre la violencia. Los datos disponibles no necesariamente reflejan la realidad en forma adecuada, ni resaltan los nudos críticos de la problemática de la inseguridad que se experimenta día tras día en ciertos sectores urbanos.
2. Hay que investigar las causas de la violencia, así como las consecuencias y las formas de prevención. Sin conocer a ciencia cierta las dimensiones sociales ni las modalidades de esta enfermedad social, el Estado y la sociedad no podrán construir caminos alternativos, y estarán condenados a repetir una y otra vez los mismos errores, de lo que resulta un mayor agravamiento del problema.
3. La OMS también recomienda priorizar esfuerzos para promover la prevención primaria. La justicia retributiva siempre llega un poco tarde. Las estrategias de prevención primaria requieren lineamientos para la acción y recursos (humanos y financieros) y, por lo general, no precisan de nuevas leyes.
4. Las disparidades sociales, la discriminación y el irrespeto a los derechos humanos están en el centro de los conflictos sociales. Por eso, una de los guías estratégicas consiste en promover la equidad social y la equidad de género para prevenir metódicamente la violencia.
5. La OMS recomienda fortalecer los servicios de cuidado y apoyo a las víctimas, servicios que en países como los nuestros son muy escasos y no son de buena calidad. Ese cuidado y atención deben darse en el marco de una cultura de derechos, y no como una manifestación de venganza privada, que es lo que lamentablemente se hace con harta frecuencia en nuestro medio. El primer derecho de la víctima es el derecho a no ser re-victimizado por la ineficiencia de la burocracia policial y judicial.
6. Finalmente, la OMS recomienda formular un plan nacional de acción. Hay que integrar la gestión de los distintos organismos estatales para que los cambios se produzcan de forma acompasada. Un plan nacional de acción contra la violencia requiere de una amplia participación de la ciudadanía, que debe estar siempre vigilante de que un proceso tan importante como éste no quede capturado por los mezquinos intereses corporativos de quienes debe ser servidores de los ciudadanos.
No quiero concluir sin antes repetir aquí los tres grandes componentes que debe tener una política nacional de lucha contra la inseguridad ciudadana que recientemente ha señalado Emilio García Méndez, profesor de la Universidad de Buenos Aires (La Prensa 11/09/06). Tales son: uno, medidas legales, administrativas y financieras dirigidas a socavar la base de sustentación económica de las redes del narcotráfico; dos, una política radical de desarme y control de la tenencia de armas ligeras; y tres, un mayor control de las fuerzas policiales, a través de la acción del Ministerio Público, por un lado, y la ciudadanía organizada, por otro.
¿Qué camino tomará el Estado panameño? Comenzará a adoptar las mismas soluciones fracasadas que han tomado algunos Estados centroamericanos? ¿O adoptaremos una solución apropiada a nuestra sociedad?
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El Panamá América, Sábado 23 de septiembre de 2006
Una causa muy popular
DICEN las encuestas que una amplia mayoría favorece el aumento de penas contra los menores de edad, pero los políticos y las autoridades saben muy bien que no se puede gobernar solo por encuestas. Esto es porque las encuestas son instrumentos que se utilizan para formar opinión pública y se pueden utilizar bien, o se pueden utilizar mal.
Un sondeo puede preguntar, por ejemplo, si se debe o no crear un impuesto, establecer un nuevo delito, o disminuir algún beneficio de la seguridad social. Pero ningún gobierno actuará de modo inmediato sobre la base de los resultados que arroje la investigación. No lo hará, no porque la ciudadanía no tenga una opinión al respecto, pues, por lo general, la tiene y de una manera muy emotiva, sino porque este tipo de opiniones son el resultado de crear una dicotomía que la práctica desmiente.
Si se hiciera un estudio de opinión, como esos que normalmente se hacen a partir de 1,200 entrevistas, y se le preguntara a los encuestados si quiere pagar más impuestos, o recibir menos beneficios del seguro social, la respuesta sería abrumadoramente en contra. Cada vez que se publica un sondeo y se interroga a la ciudadanía sobre los privilegios de que gozan ciertas autoridades (consumo de gasolina, exenciones de impuestos, uso de bienes del Estado), el público se pronuncia de una manera apabullante a favor de eliminar los privilegios. La respuesta del sistema político frente a este tipo de opiniones masivas consiste en señalar que estos temas están sustraídos del dominio popular.
Por el contrario, hay otros temas que sí pertenecen, legítimamente, al ámbito de la decisión ciudadana, por ejemplo, la aprobación o no de una reforma constitucional. Pero cuando en Panamá se sometió a referendo una reforma de la Constitución en 1992, que tenía como propósito principal eliminar la institución del ejército, el resultado de la consulta fue el rechazo a la propuesta. Se dieron muchas razones para justificar y explicar el predominio del voto negativo.
Se dijo que la gente no leyó el texto reformatorio, sino que votó contra el gobierno. Se dijo que si la gente leyó la propuesta antes de votar, entonces no la entendió, probablemente porque era muy larga, tenía muchos artículos, y era complicada. Se dijo que hubo poca asistencia a las urnas y que quien ganó fue la apatía. Se dijo que el fracaso se debió a la división que ya se percibía entre distintas fuerzas gubernamentales, entre las cuales había algunas que no favorecían el proyecto.
Lo cierto es que la mayoría de las normas rechazadas en el referendo de diciembre de 1992 fueron aprobadas por la Asamblea Legislativa en 1994. La lectura que se hizo de los comicios de 1992 fue que el rechazo no estaba dirigido contra las normas mismas, pues no había (ni hay ahora) ninguna fuerza política, o social, que se haya propuesto restituir el valor político de la fuerza militar como lo había dispuesto el entramado constitucional de la Carta de 1972. Sin duda alguna, la perspectiva del tiempo transcurrido nos dice que hoy es mejor contar con las reformas introducidas en 1994 que no tenerlas.
El sentir de la opinión pública es pues como la epidermis, que se presta tanto para ser contemplada como para ser analizada. ¿Qué significa realmente la opinión favorable de la ciudadanía sobre el aumento de las penas a los menores de edad? Significa que hay una preocupación dominante por la seguridad, que existe una percepción de que el Estado no provee ninguna alternativa eficaz al encierro como medida de control.
El ciudadano no tiene por qué ser un experto en ingeniería del sistema penal y solo emite juicios aprobatorios o de rechazo a lo que "siente" que el sistema le ofrece. Los políticos (los que son elegidos mediante el voto) y las autoridades (particularmente las del sector justicia) tienen la obligación de dar una respuesta coherente a las preocupaciones ciudadanas, de forma no servil, sino sensitiva a las manifestaciones públicas.
Su deber es atender el reclamo ciudadano e interpretarlo dentro de los principios y conceptos del Estado de derecho. Si se desatara de pronto una opinión creciente a favor de la pena de muerte (ha habido brotes en el pasado reciente), el gobierno no puede adoptar un papel pasivo y proceder a ejecutar a los infelices.
Es verdad que hay una serie de respuestas a la criminalidad leve y a la grave, que están consignadas en el texto de la Ley 40 y no han sido puestas en práctica con energía. A partir de esa baja intensidad de la aplicación de la ley penal especial, se han incrustado una serie de mitos, falacias y falsedades acerca de la criminalidad de los adolescentes, que, sobre los hombros de las encuestas, periódicamente cobran cierto protagonismo en los medios de comunicación.
La únicas respuestas sensatas al problema de la seguridad consisten en reforzar la aplicación de la ley (lo cual implica revisar procedimientos y prácticas institucionales) y mejorar la prevención del delito (que es un problema relativo a la gestión de los entes públicos y no a las normas abstractas que los regulan).
Más allá de las respuestas oficiales, la ciudadanía debe activarse e involucrarse, a través de organismos no gubernamentales, medios de comunicación y foros públicos, en la discusión de estos temas, pues una modificación de la ley que esté orientada solamente al aumento de penas contra los menores sería la forma más fácil de no hacer nada sobre el verdadero problema de la inseguridad.
Una sociedad civil decidida a asumir sus responsabilidades podría cambiarle la faz a este grave problema y podría lograr la inclusión de otras preguntas en la agenda pública. Tal vez este cambio se refleje en la próxima encuesta y se esclarezca el contenido de una causa muy popular.
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El Panamá América, Martes 12 de septiembre de 2006
Dos reformas penales en sentidos opuestos
HAY dos reformas penales en proceso de discusión, la de la justicia penal ordinaria, a la que se ha procedido con mucho estudio y organización, y la de la justicia penal de adolescentes, que se menciona, generalmente, en cuanto que hay que aumentar las penas y hacer más gravosos los términos para los imputados.
A la reforma penal ordinaria la anima, en cierta forma, el sentido de que las cárceles están atestadas de gente y de que, muy probablemente, la privación de libertad no representa una solución para los miles y miles que están bajo investigación o cumpliendo una sentencia. En 1994, justo antes de que comenzara el término del anterior Procurador General de la Nación había poco más de 4 mil privados de libertad. Cuando la actual Procuradora asumió su mandato, en enero de 2005, se encontró que la población penitenciaria prácticamente se había triplicado en un periodo de 10 años.
La propuesta hecha por la Comisión Codificadora plantea reducir la población de privados de libertad, tanto de los que están detenidos preventivamente, como de los que cumplen penas de prisión cortas. Se propone hacer reducir las posibilidades de la detención preventiva y mejorar el régimen de las penas sustitutivas de la privación de libertad.
Por eso, el aumento de los máximos en los rangos de la pena de prisión que recomienda la Comisión no significa que aumentará la población del sistema penitenciario. Más bien la idea-guía de la política criminológica del Estado panameño en este respecto es disminuir la intensidad con la que se aplica la pena de prisión y de esa manera concentrarse en los casos que verdaderamente ameritan que el Estado emplee el máximo poder del que es capaz, en el marco de un régimen democrático de derecho.
Las penas largas son solo una respuesta para una minoría de casos y no representan nunca la regla general de la justicia penal.
En sentido contrario caminan algunas de las iniciativas conocidas en materia de justicia penal de adolescentes. Las opiniones que se han emitido hasta ahora tienen como común denominador aumentar la privación de libertad en todos los aspectos posibles, sin que nadie se moleste mucho en investigar cuáles son los patrones de conducta violenta que caracterizan al reducidísimo número de adolescentes y cuál debe, razonablemente, ser la respuesta del Estado al respecto.
Se habla de aumentar los máximos de la pena de prisión, de permitir la prórroga de la detención provisional por seis meses adicionales a los establecidos en ley, de aumentar la lista de delitos que admiten sanciones privativas de libertad y detención provisional, de facilitar la convertibilidad de las penas no privativas de libertad a penas de prisión, así como de rebajar la edad de responsabilidad penal de 14 a 12 años.
Algunos políticos y comunicadores se expresan como si no hubiera centros de privación de libertad para personas menores de edad, como si la privación de libertad que se les impone legalmente fuese una especie de vacaciones pagadas en un hotel de lujo, y como si fueron los mismos muchachos los responsables de que el Estado no tenga la infraestructura ni el personal idóneo para hacerle frente a los retos del proceso de resocialización.
La discusión sobre la Ley 40 corre el grave riesgo de ser capturada por aquellos operadores de justicia que tienen sus "ideas" sobre cómo mejorar el procedimiento establecido en dicha ley y se aprovechan de la preocupación de los políticos que tratan de darle una respuesta justa a la sociedad.
El subjetivismo de ciertos planteamientos, llamados técnicos, roza con la irresponsabilidad, pues ninguna de las supuestas mejoras al procedimiento será una respuesta a la violencia y a la criminalidad que se genera a partir de la redes de crimen organizado que han logrado penetrar los barrios de las ciudades de Panamá y Colón, principalmente.
Es claro que hay un cúmulo de mejoras procesales que se pueden introducir en materia de justicia penal de adolescentes. Uno de los principales aspectos que hay que mejorar es el relativo a los derechos de la persona ofendida o víctima. La Ley 40 de 1999 fue formulada en 1997, antes de que existiera a ley que protege a las víctimas del delito, que es la Ley 31 de 1998. Cuando se aprobó la Ley 40, en 1999, solo se introdujeron algunas disposiciones relativas a los derechos de la víctima en el proceso penal, que hoy justamente se consideran como insuficientes.
Los derechos de la víctima deben verse en conexión con y como parte del concepto de justicia restaurativa, que es más abarcador. Las distintas formas de resolución alterna de conflictos no estaban desarrolladas en el ámbito judicial en los momentos en que una comisión interinstitucional elaboró el Anteproyecto número 177, que dio origen a la Ley 40. Nueve años después hay un desarrollo importante en esta materia que exige una adecuación de la normativa consagrada por el régimen penal especial de los adolescentes.
También hay que mejorar la reglamentación legal en la fase de ejecución de las sanciones. Sin embargo, ninguna de estas mejoras aportará una solución al problema social de la violencia y la criminalidad.
En términos globales, la mayor exigencia que pesa sobre la Ley 40 es su adecuación al cambio de modelo de justicia penal que experimentará la justicia ordinaria. Con la introducción del modelo acusatorio, que plantea el Anteproyecto de Código Procesal Penal elaborado por la Comisión Codificadora y recientemente aprobado por el Consejo de Gabinete, la Ley 40 experimentará severas dificultades en su aplicación, pues su normativa preserva una buena parte de las figuras procesales del actual modelo consagrado en el Código Judicial, o remite a ellas.
La futura aprobación de un nuevo Código Procesal Penal impondrá una revisión de la Ley 40 forzosamente. Lo responsable en esta materia es proceder con la reforma de la justicia penal ordinaria, primero, y luego hacer la adecuación correspondiente en materia de justicia penal de adolescentes. El intento de reformar la Ley 40 antes de, o al margen de, la reforma penal es una respuesta demagógica a un problema muy serio.
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El Panamá América, Martes 3 de octubre de 2006
La Ley 15 del 2007: la reforma que saltó del fuego
Curundú es un barrio marginal del distrito capital, con sus casas de madera ahogadas de pobreza, vicio e inseguridad, en medio de la riqueza de la gran urbe. Desde los rascacielos ubicados a unas pocas cuadras se contempla con tranquilidad, como si se tratase de una pintura, la extensión exacta de dicho vecindario.
El 21 de marzo del 2007 Curundú ardió. Las pesquisas indicaron que el incendio se produjo por "bombas molotov", lanzadas por pandilleros, probablemente menores de edad, en represalia a acciones de grupos rivales. Los pandilleros, además, retardaron la intervención de los bomberos. Tres muertes resultaron del siniestro, todas de menores de edad, dos infantes y una adolescente con discapacidad, que quedaron atrapados por las llamas en momentos en que no había adultos ocupados de su cuidado y protección. Más de cien familias perdieron sus hogares.
De las llamas de Curundú surgió, de un modo totalmente inesperado, un nuevo proceso de reforma de la Ley 40 de 1999. Digo nuevo e inesperado porque en el 2006 una serie de cuestionamientos por parte del Jefe de la Policía Nacional condujeron a la conformación de una comisión inter-institucional que a lo largo de varios meses y muchas reuniones hizo un análisis técnico de las posibles deficiencias en el texto y en la aplicación de la Ley 40, e hizo una serie de recomendaciones y propuestas para superar los problemas detectados.
Participaron en dicha comisión ministros, diputados, magistrados, la Jefa del Ministerio Público y el Jefe de la Policía, quienes dejaron en manos de los funcionarios de sus respectivas instituciones la elaboración de un documento extenso y prolijo sobre qué medidas administrativas había que tomar y qué disposiciones legales reformar para pavimentar los caminos por los que debía transitar diariamente la justicia. No había medidas espectaculares. No se recomendaba tampoco el aumento de las penas. Había, eso sí, una enorme cantidad de trabajo que hacer.
Terminada la elaboración técnica de aquel informe, el espíritu de la reforma había abandonado su cuerpo. No había en el dictamen final nada que hiciera noticia, o que fuera a impactar la opinión que circulaba ampulosamente en los medios de comunicación. Crear programas para la supervisión de medidas no privativas de libertad, asignar partidas para la creación de nuevos tribunales y fiscalías, o capacitar a los miembros de la policía en materia de derechos, eran frases aburridoras.
Afinar las competencias entre el juez penal y el juez de cumplimiento, y distinguir con precisión conceptual entre la libertad condicional, el reemplazo de pena y la rebaja de pena, no incrementaría los niveles de adrenalina de ninguna sala de redacción. El documento se quedó allí. Cómodo bajo el polvo que se acumula en los anaqueles. Ni siquiera el fuego de Curundú pudo devolverlo a la vida.
La reforma llevada a cabo por la Ley 15 del 22 de mayo del 2007 nació, no de un informe técnico, sino de las llamas rojas, azules y amarillas que devoraron parte de Curundú aquella noche.
A escasos doce días del fuego, cuando no se habían terminado de barrer las cenizas, pero seguía acumulándose la presión por acciones inmediatas a través de la radio, prensa y televisión, la Ministra de Gobierno y Justicia presentó ante el hemiciclo legislativo el Proyecto de Ley 292, titulado "medidas especiales para garantizar la seguridad ciudadana", preparado en un santiamén, tras una intensa reunión de fin de semana de "los tres Órganos" del Estado.
De las 34 disposiciones que integraban la iniciativa del Ejecutivo, 9 modificaban la Ley 40 de 1999. Las otras disposiciones estaban dirigidas a reformar el Código Penal, el Libro Tercero del Código Judicial que trata de los procedimientos penales, el Código Fiscal, la ley de aduanas, la de migración y la que organiza el MIDES. Es decir, la reforma estuvo dirigida, principalmente, a introducir modificaciones en la justicia penal ordinaria y, como secuela, en la especial de adolescentes.
Así, se elevaron algunas penas. Entre los cambios introducidos más destacados está la prisión por el homicidio doloso que fue elevada de 20 a 30 años, y por pandillerismo que se fijó en un rango de 7 a 14 años. También se flexibilizó el tipo penal definido como pandillerismo, pues se incluyó la tenencia o posesión de armas de fuego como uno de los dos elementos que califican al grupo como pandilla.
Se introdujeron una serie de agravantes comunes, entre las cuales está el valerse de una persona menor de edad. Se ampliaron las potestades de la fiscalía en el allanamiento, retención y detención de las personas. Un asesor legislativo me comentó: “Es la Ley Patriota panameña.”
Este contexto ayuda a acotar el perfil de la reforma a los 11 artículos de la Ley 40 modificados por la Ley 15. El Proyecto 292 había propuesto que el Ministerio Público pudiese retener a un adolescente por 72 horas antes de decidir si formularía cargos en su contra, en consonancia con una reforma del Código Judicial que establecía similares plazos. Estas 72 horas serían adicionales a las 24 con que cuenta la Policía Nacional, luego de aprehenderlo en flagrancia. La Ley 40 exigía que los cargos se formulasen dentro de la 24 horas siguientes a la captura en flagrancia. Al final, se aprobó que este periodo se ampliase de 24 a 48 horas, e igual modificación se le aplicó al Código Judicial.
La ley 15 de 2007 mantuvo el carácter improrrogable de la detención preventiva pero amplió su duración, en ciertos casos, a nueve meses. Incluyó la extorsión y la asociación ilícita en la lista de delitos que pueden ser sancionados con pena de prisión y elaboró un muy detallado menú que limita la duración máxima de la prisión a 12 años sólo para el homicidio agravado; a 10 para el homicidio doloso, secuestro agravado y terrorismo; a 9 para la violación sexual, el tráfico de drogas y el secuestro; a 6 para las formas agravadas de robo y comercio de armas ilícitas; y a 4 y 3 años para otros delitos definidos específicamente.
Esta nueva definición de la pena máxima de prisión tiene la ventaja de que se asegura que las cuantías señaladas no superen o igualen las establecidas en el Código Penal y no constituye un aumento general para todos los delitos.
Aunque hay otros cambios de menor significación, menciono por último, uno que no es menor: la adscripción al Ministerio de Gobierno y Justicia del Instituto de Estudios Interdisciplinarios, ente creado por la Ley 40 para la administración de sanciones y medidas. Originalmente, dicho ente estuvo adscrito al Ministerio de la Juventud, la Mujer, la Niñez y la Familia (MINJUMNFA), que a su vez fue re-estructurado por la Ley 29 del 2005 y re-convertido en Ministerio de Desarrollo Social (ahora MIDES).
Aunque la complejidad de la materia recomienda un tratamiento más extenso y detallado, este traslado de ubicación orgánica puede ser descrito como una amenaza y como un reto. Como amenaza, porque la proximidad institucional al sistema penitenciario, el rincón más criminógeno de toda la institucionalidad pública y con una larga lista de agravios contra los derechos humanos, podría reforzar los vicios y problemas que no han podido ser resueltos hasta ahora por las autoridades que en los últimos 13 años se han encargado de administrar la privación de libertad de menores de edad, desde que ésta era función del Tribunal Tutelar de Menores, entidad adscrita, precisamente, al Ministerio de Gobierno y Justicia.
Como reto, porque aun hay que desarrollar una política pública en materia de resocialización, con un marco legal claramente definido, con un sistema de indicadores enfocados en la protección de los derechos de los adolescentes y una asignación de recursos que sea de la misma magnitud que la voluntad política declarada. Una política pública completa es la que, además, involucra la participación organizada de la comunidad en la solución de sus propios problemas, que en este caso no es más que la protección, cuidado, supervisión y educación de sus propios hijos y hermanos.
En términos generales, cabe decir que el debate en el hemiciclo legislativo buscó satisfacer las pretensiones del Ejecutivo y del Ministerio Público dentro del límite de lo razonable. Por eso, los artículos propuestos recibieron múltiples modificaciones en el transcurso de las sesiones, algunos fueron eliminados del todo y otros nuevos incluidos.
Pero lo más significativo fue el abandono de la frase "medidas para garantizar la seguridad ciudadana". Con mejor criterio el Legislativo optó por "medidas para la agilización de la instrucción sumarial en los procesos penales ordinarios y en los especiales de responsabilidad penal de adolescentes", que es el único objetivo sensato que cabe plantear cuando se reforman las leyes de justicia penal, es decir, una mejora en la eficiencia con que se administra un problema cuyas raíces son sociales.
La verdadera garantía de la seguridad ciudadana todavía aguarda su turno en la fila de reformas sociales que el Estado le adeuda a la sociedad. Esperemos que Curundú no sea el último de la fila.
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